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Justicia incompleta y transiciones

En las últimas semanas, una serie de acontecimientos han vuelto a sacar a la palestra pública la cuestión de la memoria histórica y, en paralelo, la de la transición a la democracia que se produjo a la muerte del dictador Francisco Franco. La muerte de Manuel Fraga, primero, hizo arder las redes sociales con reproches a su actividad política durante el régimen. Poco después, ha sido la celebración de los juicios al juez Baltasar Garzón la que ha ahondado en la resurrección de un debate que, desde hace ya un tiempo, había quedado en buena parte sepultado bajo la evidencia de que España tenía cuestiones más urgentes a las que atender: la centralidad del debate en torno a cuestiones económicas, la sangrante realidad de un contingente de más de cinco millones de parados (y los que vienen) y la apabullante sucesión de derrotas electorales del Partido Socialista dan fe de que, en tiempos de crisis, la gente está poco dispuesta a perderse en disquisiciones sobre el pasado que poco aportan al futuro.

Ahora, el debate ha vuelto a abrirse. Le auguro, en realidad, una corta vida como asunto de discusión pública (pese a los esfuerzos sistemáticos de El País y de ciertos sectores políticos por convertir la supuesta «persecución» del juez Garzón en gran prioridad informativa), pero no dejan de constituir motivo de reflexión algunas de las cosas que se leen estos días. El tema es amplio y daría mucho de sí, pero no es mi intención abordarlo en profundidad. Para quien quiera una información ponderada desde el punto de vista jurídico sobre el asunto de Garzón, dejo un par de enlaces sobre el juicio por declararse competente para investigar los crímenes del franquismo y sobre el de las escuchas ilegales: ambos se alejan tanto del linchamiento de la figura como de su exaltación como héroe, ateniéndose a los aspectos de derecho que deberían en puridad constituir el núcleo de cualquier análisis serio de la cuestión. Sobre la figura de Fraga, hay en Voddler un documental bastante interesante (junto con otro sobre Carrillo) y, de lo aparecido en la prensa, el artículo de Santos Juliá me llamó especialmente la atención por su capacidad de análisis de un personaje político de indudable relevancia en nuestra historia reciente.

Por lo que a este apunte respecta, es evidente que estos acontecimientos recientes han provocado una resurrección de ese mecanismo por el que ciertos sectores políticos y de opinión vinculan la reivindicación de la llamada memoria histórica a una deslegitimación de la transición a la democracia: el penúltimo ejemplo de este discurso lo tenemos en este artículo firmado por Gaspar Llamazares (en el que, por lo demás, se mezclan churras con merinas con una soltura abracadabrante). El discurso asumido por estos sectores en lo tocante a la transición es que durante el proceso se llegó a un vergonzoso pacto de silencio a través del cual los españoles olvidaron -impulsados tan sólo por el miedo- la guerra civil y los cuarenta años de dictadura y decidieron dejar en la estacada a sus víctimas.

En realidad, desmentir esta acusación es tan sencillo como recordar que desde que se inició el proceso se tomaron medidas de resarcimiento de las víctimas y de anulación de la realidad legal de la dictadura; del mismo modo, cualquier búsqueda de bibliografía sobre la guerra civil publicada en España entre, por ejemplo, 1970 y 1985 da fe de que ni mucho menos se sepultó bajo capas de silencio la historia reciente del país. Y nada de esto prejuzga, por lo demás, la pertinencia o no de las medidas de la famosa Ley de Memoria Histórica: algunas de ellas, de hecho, presentan pocas objeciones pese a su vinculación a un discurso no siempre propicio al tratamiento desapasionado del tema y a pesar de que, a la vuelta de los años, ha resultado evidente que la ley no preveía una dotación suficiente de recursos económicos para hacer efectivas buena parte de las medidas que se proponían. En última instancia, queda claro que hay discursos que venden y que el papel lo aguanta todo: otra cosa, me temo, es la realidad.

En cualquier caso, es evidente que desde un punto de vista maximalista y de aspiración a una justicia completa (aquello de fiat iustitia et pereat mundus, por recordar un libro que ya les referí aquí hace un tiempo), quienes esgrimen este discurso tienen razón en que no se hizo una justicia completa. Los crímenes del franquismo quedaron impunes, reza el argumento, y esto nos convierte en un país con un terrible déficit democrático. Lo primero es cierto; lo segundo, en cambio, resulta más bien dudoso. De hecho, no es nada descabellado sospechar que el carácter conciliatorio de la transición está precisamente en la base del relativo éxito (con todas las pegas que se le pueden poner) del proceso. En relación con esto, se hacen a veces comparaciones que difícilmente se sostienen, como la que contrapone la situación española a los juicios y la desnazificación que siguieron al final de la Segunda Guerra Mundial en Alemania; o la que equipara la situación argentina a la española buscando la condena de esta última por no haber juzgado a los asesinos. En el primer caso, parece que se olvida con una facilidad desconcertante que en el proceso medió una guerra entre Estados (no un conflicto civil) y que fueron precisamente las potencias ocupantes las que llevaron a cabo los juicios de Nuremberg que, por lo demás, tuvieron un carácter más ejemplarizante que global; la desnazificación nunca fue completa ni, de hecho, habría sido viable que lo fuera. Respecto al caso argentino, hay una diferencia elemental entre una dictadura de siete años cuyos agentes ejecutores estaban aún muy vivos a su término y un régimen cuya duración se extendió durante cuatro décadas y en el que la temporalización de la intensidad de la violencia represiva es fundamental para comprender su evolución. Equiparar los años de la posguerra con la década de los sesenta sólo puede ser fruto de la ignorancia o de un discurso voluntariamente torticero. Tampoco es lo mismo, por lo demás, un golpe de estado exitoso que llevó inmediatamente a la instauración de la dictadura que uno fracasado que llevó a tres años de guerra civil en los que unos y otros cometieron crímenes (añado que, sobre la violencia del bando republicano, ha aparecido una novedad bibliográfica que parece interesante).

En última instancia, el asunto –como casi todo en política– es cuestión de prioridades. La literatura sobre el tema es muy amplia, pero en líneas generales se han señalado algunos puntos comunes a procesos de transición y pacificación exitosos tras un periodo de conflicto civil, así como los ingredientes del éxito para el establecimiento de un régimen democrático partiendo de uno autoritario. Obviaré aquí, aunque son de una importancia fundamental, los condicionantes económicos y de estructuras sociales, pero hay que apuntar al menos que la existencia de una amplia clase media fue un factor decisivo en la democratización del país. En cuanto al ámbito de la reconciliación, es oportuno recordar algunos de los ingredientes recurrentes en procesos exitosos. Aparte de la discusión pública del pasado –y la hubo, se diga lo que se diga–, suele acompañar a estos procesos una reescritura de ciertas identidades (una oposición clandestina, perseguida e ilegal que pasa a gobernar el país; ministros de la dictadura que pasan a convertirse en demócratas, de corazón y de toda la vida; o un ejército salvapatrias que se convierte simplemente en garante del orden constitucional sometido al poder civil) y toda una serie de gestos y proclamas simbólicos de esos que la transición tuvo a raudales; pero, sobre todo, el que parece ser el ingrediente más importante es precisamente una justicia incompleta y simbólica que tantos le reprochan ahora a nuestra transición. Sigo aquí a Long y Brecke:

(…) justice was meted out, but never in full measure. This fact may be lamentable, even tragic, from certain legal or moral perspectives, yet it is consistent with the requisites of restoring social order (…) Full judicial accountability was inhibited by the possibility of a back-lash by a still powerful military or other group involved in civil violence that could endanger the larger process of restoration of peace. (…) Instead, the decision was often made to draw a line under past human rights violations in the name of national reconciliation. (…) Disturbing as it may be, people appear to be able to tolerate a substantial amount of injustice wrought by amnesty in the name of social peace. One commentator acknowledged that in choosing between them, «people will take a high degree of peace and some imperfect realization of justice».

En el caso del franquismo, cabe añadir que la longevidad de la dictadura hacía muy difícil incluso una justicia meramente simbólica o ejemplarizante, por el motivo obvio de que el dictador murió en la cama y sus principales colaboradores o bien habían desaparecido o estaban a punto de hacerlo; me refiero, claro, a quienes tomaron parte en su construcción durante las etapas iniciales, que son aquellas en las que realmente cabe hablar de crímenes de guerra o de lesa humanidad. Todo ello por no hablar de que, habiéndose producido una guerra civil tan plagada de escenas espantosas, habría sido difícil caminar en esa dirección sin acabar juzgando a personajes como Carrillo por sus responsabilidades en las sacas de Paracuellos. Ni una cosa ni la otra creo que hubieran aportado mucho: más bien, todo lo contrario. Al final, volvemos a lo que algunos sectores parecen olvidar con extraordinaria facilidad, que es que en política todo son trade-offs: comparar los procesos políticos reales con cuadraturas del círculo que sólo existen en nuestra mentes denota, ante todo, el infantilismo de ciertas concepciones.

Dos versiones de la Raza

Raza (1942), aquella película de Sáenz de Heredia producida con apoyo del Estado franquista y basada en un libro que el propio Franco había escribo bajo el seudónimo de Jaime de Andrade, es sin duda uno de los documentos históricos más interesantes y curiosos que nos ha dejado el Franquismo. En más de un sentido, es también uno de los más divertidos, aunque sólo sea por lo burdo de las técnicas propagandísticas, bastante menos refinadas que las de ahora (o que algunas de las de ahora, porque ciertos vídeos de esos que circulan por Internet no está muy claro si estarían a su altura).

Quien más y quien menos sabe de la existencia de la que fue «la peli de Franco»; lo que parece ser menos conocido es el hecho de que existieron dos versiones de la misma. En efecto, uno de los ejercicios más reveladores que se pueden realizar en el análisis de Raza –que es tanto como decir del régimen al que pretendía legitimar– es la comparación con su segunda versión. Espíritu de una raza, estrenada en 1950, no contiene respecto a la película original grandes cambios; a primera vista, de hecho, las modificaciones son casi imperceptibles. Sin embargo, existen, y aunque sean pequeñas son altamente significativas.

Oficialmente, según las explicaciones de Sáenz de Heredia, el cambio de título se hizo a petición de los empresarios argentinos encargados de su distribución en este país en 1950; la película fue enviada a Argentina con el nombre modificado y, a su vuelta a España, se puso en marcha un reestreno en el que se hacía uso del nuevo título y se introducían una serie de mutilaciones:

Se reestrenó, efectivamente, con ese título, que no me parece adecuado, ni tampoco las mutilaciones que a la película se le hicieron. Pero claro, eran para servir…, eran otros momentos.

Efectivamente, eran otros momentos. La nueva versión, impulsada no se sabe bien por quién, corrió a cargo de NO-DO, el nuevo organismo responsable de la propaganda cinematográfica del franquismo. Las escenas que se eliminaron fueron cortadas en las salas de montaje de este organismo, mientras que los cambios en los diálogos se disimularon haciendo un doblaje íntegramente nuevo para que no se notaran las diferencias en las voces. A los actores de 1941 no se les pidió su participación en este doblaje, que fue realizado por el equipo de dobladores de la Metro Goldwyn Mayer en Barcelona. Según el testimonio del hijo de José Nieto, a los actores se les diría más tarde que Franco nunca había estado satisfecho con la versión anterior.

A partir de 1950 no se exhibiría ninguna copia de la versión primera; es posible que el negativo original, que no ha sido localizado hasta el momento, se destruyese. Sin embargo, en 1993 la Filmoteca Española localizó una copia de nitrato de Raza, procedente de un cine ambulante. Se encontraba en muy mal estado, pero fue suficiente para comprobar la importancia de los cambios entre la película original y Espíritu de una raza. Se inició entonces la búsqueda en otros países, y en 1995 se localizó en la Filmoteca de Berlín, procedente de archivos de la UFA (Universum Film AG) que habían permanecido en la antigua RDA, el negativo íntegro de Raza.

Comprender las modificaciones que se realizaron requiere atender a los cambios en la situación internacional que se habían sucedido entre el estreno de Raza en 1942 y la segunda versión de ésta en 1950. No en vano, el estreno original tuvo lugar en un momento en el que tanto Franco como sus consejeros creían segura la victoria del Eje; con el desenlace final del conflicto –e incluso antes de este– las circunstancias cambiaron, y Franco se transmutaría entonces en el más firme aliado de Occidente contra el comunismo.

Pese al maquillaje, las democracias internacionales someterían al régimen a aislamiento en un principio, por más que quepa preguntarse hasta qué punto esa actitud se llevó hasta sus últimas consecuencias La no inclusión en Naciones Unidas, la retirada de embajadores y, más tarde, la imposibilidad de acceder al Plan Marshall, dejaban al país en una situación que exigía la puesta en marcha de una nueva escenografía. Las manifestaciones de adhesión en la plaza de Oriente ante el aislamiento diplomático, la Ley de Sucesión e, incluso, el ofrecimiento de una división de soldados que Franco hizo a los Estados Unidos para luchar en Corea se enmarcan en esta reinterpretación del régimen, para el que tan providencial resultó la Guerra Fría. Los años cincuenta se inician con un acercamiento cada vez más claro del coloso americano a la España franquista. Ya a finales de los cuarenta había habido claras señales de que las relaciones mejoraban (la visita de una misión militar estadounidense, el préstamo de veinticinco millones de dólares, y el fondeamiento de la flota de los Estados Unidos en El Ferrol); y precisamente a partir de 1950, año en que se estrena Espíritu de una raza, la ONU levanta la condena al régimen y empieza a producirse su ingreso paulatino en organismos internacionales (la FAO ese mismo año, la OMS en 1951, la UNESCO en 1952), que culminaría con la entrada como miembro de pleno derecho de Naciones Unidas en 1955.

En en este marco en el que hay que inscribir los cambios que se realizaron en la segunda versión de Raza. Una de las primeras tareas consistió, obviamente, en eliminar o mitigar sus contenidos fascistizantes, presentes sobre todo en las referencias a Falange. Según Román Gubern, el mismo cambio del título a Espíritu de una raza sirve ya para atenuar las connotaciones fascistas, al introducir un término de origen religioso. Podría ser, pero, en cualquier caso, hay cambios mucho más palpables en este sentido. Sin ir más lejos, en los títulos de crédito de Espíritu de una raza, el espectador se encuentra con que estos se han eliminado en su mayor parte. Según Ferrán Alberich, este cambio se hizo con el fin exclusivo de introducir el nuevo rótulo explicativo: hubo que acortar los títulos de crédito porque la duración de los mismos venía limitada por la duración de la música. Sin embargo, esta explicación se desmiente sola, puesto que en esta segunda versión la banda sonora ya no es la misma: han desaparecido las notas del Cara al Sol que se oían al iniciarse los títulos de crédito de la primera versión.

No es ésta la única referencia falangista que se elimina: brillan por su ausencia los saludos fascistas y los gritos de ¡Arriba España!. Asimismo, se elimina la escena en la que dos soldados cantan en la trinchera una jota dedicada a la Falange –véase el vídeo–, y los planos de archivo de aviones bombardeando Bilbao. En el desfile final, desaparecen los planos del retrato de José Antonio y de los obreros colocando la imagen de Franco en las calles de Madrid tras la entrada de los nacionales.

Lo que antes era fascista ahora es firmemente anticomunista: el general comunista que acusaba a Pedro Churruca –el antagonista de la película– de traición ya no le recrimina el no ser un auténtico antifascista sino un auténtico comunista. Este cambio en particular es la síntesis de todos los restantes: así, el bando nacional ya no es fascista y el gran enemigo, a su vez, queda reducido al comunismo.

La insistencia anticomunista es, de hecho, muchísimo más evidente en esta nueva versión. El rótulo nuevo que se le coloca a Espíritu de una raza reza así:

La historia que vais a presenciar no es un producto de la imaginación. Es historia pura, veraz y casi universal, que puede vivir cualquier pueblo que no se resigne a perecer en las catástrofes que el comunismo provoca.

Esto sirve, en la reescritura de la Historia que acompaña al lavado de cara de régimen, para presentar la guerra civil, en el contexto de la Guerra Fría, como el primer combate contra el comunismo, haciendo aparecer al Franquismo como precursor o visionario de la lucha de la posguerra.

En esta línea, hay también algunos cambios menos perceptibles pero no menos significativos. En el juicio de José, lo que en Raza era una acción vil y antiespañola se designará con el nombre mucho más politizado de revolución española, que remite claramente al comunismo. Asimismo, en su discurso final, Pedro Churruca ya no habla de materialistas sordos u hombres huecos, sino de comunistas bárbaros y ateos.

La cosa no queda ahí, puesto que para acercarse del todo a los fines perseguidos era necesario eliminar a su vez a otros enemigos: los que ahora se quería que fueran amigos. Se echan en falta, por tanto, las alusiones a la masonería en las escenas referentes a la Guerra de Cuba. Y por supuesto, ha desaparecido el papel que desempeñaban los Estados Unidos como potencia extranjera instigadora de la pérdida colonial.

Si no la han visto, no se la pierdan. Y si pueden comparar, mejor aún.

El referente europeo (I): España y la idea de Europa hasta la Guerra Civil

Las estadísticas nos dicen que España, a día de hoy, es uno de los países más europeístas del continente. Al fin y al cabo, ya se sabe que íbamos a ser «los primeros con Europa». Al margen de aquel desastre, lo cierto es que en pocos países goza la idea de la construcción europea de tan buena fama como tiene en España, quitando algunos grupúsculos situados por lo general en los extremos del espectro político. En el imaginario colectivo español, el referente europeo no deja de ser un referente de todo aquello que es moderno, señal de progreso y ejemplo de todo aquello que sería deseable. Sin embargo, este lenguaje político es a la vez viejo y nuevo: viejo en que sus orígenes se remontan bastante atrás; nuevo en tanto en cuanto –y esto es lo extraordinario– forma parte, ahora sí, de un consenso básico compartido –en mayor o menor medida, con mayor o menor entusiasmo, desde un mayor o menor conocimiento de causa– por un porcentaje muy alto de la sociedad española. Como ocurre con la construcción de otros referentes simbólicos tendentes a conseguir un cierto grado de cohesión (otros dirían reconociliación) nacional, este cambio parece fraguarse entre los grupos de oposición del tardofranquismo y por parte de las clases dirigentes durante los años de la Transición y los primeros gobiernos democráticos. Resulta, pues –aunque a los pipiolos se nos olvide a menudo– que no siempre estuvo ahí.
De hecho, una idea recurrente de la cultura política española contemporánea ha sido –y sigue siendo– la del retraso del país frente al resto del continente europeo y su incapacidad para adaptarse a las tendencias predominantes en este. Esta percepción, fuente de tantas amargas quejas de que seguimos siendo África, con frecuencia vino en el pasado acompañada de una voluntad de aislamiento o recogimiento con respecto a Europa. Este retraso, que sólo en parte es legendario –pues todo tópico tiene un fundamento real– se ha explicado en ocasiones aludiendo a la expansión extraeuropea de España como factor causante de su despreocupación por los asuntos del continente. Así, la atención dedicada desde la Edad Moderna a las colonias americanas habría propiciado una tendencia española, manifiesta hasta hace escasas décadas, a mantenerse al margen del orden europeo. A este análisis viene a sumarse un cierto determinismo geográfico, que ve en España un área fronteriza en virtud de su situación periférica respecto al núcleo del continente, convirtiendo a la Península en una zona predestinada al aislamiento, una especie de espacio difuso situado entre África y Europa, sin llegar a ser claramente ninguna de las dos cosas. La idea no es sólo española: un viajero europeo del XIX como Gautier sentenciaba a mediados de aquel siglo que la Península, que linda con África, como Grecia con Asia, no está hecha para las costumbres europeas. Y remachaba, no sin cierto sentido del humor: con más de treinta grados de temperatura, las constituciones se funden o estallan.
Aunque no es del todo descartable ninguno de los factores explicativos apuntados –y la Historia a menudo es demasiado compleja como para pretender reducirla a una mera sucesión de causalidades claramente delimitadas–, es posible que haya que atender a otras circunstancias para comprender mejor la tendencia española al ostracismo –matizable, por otra parte– en lo que respecta al marco europeo. En efecto, otras interpretaciones sostienen que, más que de estos factores, el retraimiento español respecto a Europa fue consecuencia de la decadencia sufrida por el país desde mediada la Edad Moderna, y muy marcadamente ya a partir del siglo XVIII. El hecho real de esta pérdida de peso específico y el impacto psicológico de dos siglos de guerra se unirían así a la forja por parte de las potencias competidoras de la célebre leyenda negra que convirtió a España, según Sánchez Albornoz, en la gran calumniada de la Historia. Por otra parte, Europa nunca tuvo una consideración especialmente positiva entre los españoles. Crespo MacLennan apunta que para España Europa fue, primero, una serie de provincias a las que gobernar, luego, un campo de batalla y, finalmente, el lugar donde vivían sus enemigos.
Entrando en la Edad Contemporánea, es necesario señalar que el retraimiento con respecto a Europa no fue total en el siglo XIX. De hecho, los avatares y las idas y venidas de la construcción –que a la postre cabría calificar de defectuosa– del Estado liberal en España no sólo no son ajenos a lo que estaba ocurriendo en Europa, sino que en buena medida tienen en el referente europeo un eje principal. En efecto, la lucha decimonónica entre valores liberales y tradicionalismo presenta un grado importante de identificación con lo que en suma habría sido una pugna entre el ideal de la europeización y la aspiración de conservar las más puras esencias españolas frente a esta invasión extranjera que era la modernidad. Se mire por donde se mire, y al margen de los resultados finales, las corrientes que se enfrentan sin darse tregua durante buena parte del siglo español no son otras que las que estaban en lucha en prácticamente todo el continente.
En cualquier caso, lo cierto es que desde tiempos de los Reyes Católicos, la construcción de la identidad nacional española vino en buena parte marcada por la identificación del catolicismo como el más importante elemento aglutinante en las etapas iniciales de la formación del Estado-nación español. Así, ser buen español equivalía a ser buen católico, ecuación que el liberalismo español no alcanzó nunca a deshacer. En este sentido, el fracaso del Estado moderno en la construcción de un discurso identitario se vio reforzado por un uso inadecuado de la enseñanza como instrumento para la forja de ciudadanos. Dejada esta en manos de la Iglesia católica, la construcción de la identidad resultó siempre incompleta y sustituyó la creación de una conciencia ciudadana por la de una comunidad de creyentes.
Si a esta circunstancia se suma el impacto de la Guerra de Independencia, se comprende bien la pugna nacional entre los partidarios de una modernización a la europea y los valedores de la identidad católica tradicional de los españoles. En efecto, ya para finales del siglo XVIII el influjo de la Ilustración había convertido en asunto esencial del debate político el centrado en la conveniencia de adaptar las instituciones y la vida política nacionales a las predominantes en el resto de Europa. Las diversas percepciones de las ideas ilustradas, que eran vistas por algunos como la panacea para el progreso civilizado y por otros como una amenaza herética venida del extranjero, vendrían a reforzarse a partir del enfrentamiento bélico y la victoria contra las tropas invasoras francesas. El apoyo de los afrancesados al gobierno bonapartista vendría a la postre a reafirmar entre los grupos más tradicionalistas la convicción de que la modernización europeizante defendida por algunos constituía una traición a lo español.
El desastre del 98 vino a agudizar el enfrentamiento entre «casticismo» y «europeísmo» en un momento histórico en el que una España decadente buscaba ansiosa recetas para su regeneración. El duro golpe que supuso para la conciencia nacional la pérdida de las últimas posesiones coloniales fue para algunos intelectuales un revulsivo que les llevaría a buscar una cura a las enfermedades de un país abatido y decadente, discurso este último que vino a ser el predominante tras producirse el desastre. Pero no toda la intelectualidad miraría hacia Europa como forma de sacar al país de su abatimiento; en efecto, en las disputas intelectuales de principios del siglo pasado volverían a enfrentarse la percepción europeísta y la casticista, tal vez ahora intensificadas por la premura de encontrar un remedio para una España doliente.
El proyecto de europeización de Joaquín Costa hay que entenderlo en este contexto. En realidad, su idea de una catarsis fundamentada en la europeización del país se remontaba a los últimos años del siglo XIX, algo antes de producirse la debacle del 98. Sin embargo, será a partir de este momento crucial para la conciencia colectiva cuando Costa dé rienda suelta al proyecto en un «Mensaje y Programa de la Cámara Agrícola del Alto Aragón» publicado en El Liberal el 13 de noviembre de 1898. En este texto se recoge un programa de reconstitución y europeización de España, que tras semejante desastre debía proceder una total rectificación de su historia: era necesario fundar de nuevo España. A partir del desastre, la europeización aparecía como una necesidad acuciante intensificada por la conciencia vívida de una aceleración del tiempo histórico que hacía más necesario que nunca el salto hacia la modernidad, identificada con todo lo que representaba Europa. Ante la temible perspectiva de una africanización, era necesario

[…] lanzar al país, sin reparar en temeridad de más o de menos, no ya a gran velocidad, sino a una velocidad vertiginosa, con la esperanza, siquiera remota, de alcanzar en su carrera a Europa y de brindar un consuelo en los pocos años que le quedan de vida a la generación actual […]
La mayor de las batallas aún no la hemos perdido; la estamos perdiendo. Vivimos aún en pleno Cavite y en pleno Santiago de Cuba. Todavía se admite diferencia entre nosotros y Marruecos; pero dentro de poco, si nuestro letargo se prolonga, Europa nos mirará desde tan lejos que ya no advertirá diferencia, clasificándonos a las dos como tribus mediocres, estorbo en el camino de la civilización […]
[Se trata de] rehacer o refundir al español en el molde del europeo.

Frente a esta percepción de lo europeo como solución al problema español se situaría la de Ángel Ganivet, articulada en torno a una metafísica tradicional del alma española. En Ganivet la mirada se volvía hacia el interior, hacia el misticismo que para él constituía lo esencial del carácter español. La religión española se contraponía así a Europa, que el autor identificaba con el ansia egoísta de apropiación, el materialismo anti-humano y anti-natural; el espíritu moderno, en cuyo fondo anida el mercantilismo más despiadado, que se va apoderando, como la enfermedad verdaderamente para la muerte, de todo lo que toca, destruyéndolo como el caballo de Atila, sin dejar nada con vida a su paso. La España de Ganivet se oponía radicalmente a la civilización europea, que en última instancia se vería forzada a recurrir a los españoles para que estos le mostrasen la fuerza moral y espiritual de la España eterna, virgen y madre.
En ningún lado como en la disputa entre Miguel de Unamuno y José Ortega y Gasset es tan evidente la confrontación a principios del siglo XX de estas dos visiones polarizadas de lo que necesitaba España para sanarse. En efecto, Unamuno fue portador de un discurso que entroncaría en buena medida con el de Ganivet, centrado como estaba en la españolización como cura. Aunque en sus primeros escritos el literato se decantaba por una apertura de España a las influencias europeas, terminaría por dejar atrás estas convicciones en virtud de la identificación de la civilización europea con una mentalidad dogmática excesivamente centrada en el cientifismo y en lo material. Oponiéndose a los modernizadores europeos, Unamuno proclamaría que cuanto más pensaba en la cuestión mayor repugnancia sentía hacia los principios fundamentales del espíritu europeo moderno, la ortodoxia científica y sus métodos y tendencias: declarando que él no se sentía ni europeo ni moderno, atribuiría el hecho a una incapacidad intrínseca de los españoles, derivada de su profunda espiritualidad, para integrar en su mentalidad colectiva los conceptos de la modernidad europea. El alma nacional del español estaría representada en la figura literaria del Quijote, con su idealismo y su fe utópica en la inmortalidad, creencias que constituían el único consuelo posible para los españoles y que se veían amenazadas por el racionalismo importado de Europa. ¡Que inventen ellos!, sentenciaría ante quienes habían convertido la tecnología y la ciencia, el mundo material, en objeto de veneración.
Ortega y Gasset negaría de raíz la validez de esta visión, convirtiéndose en defensor del europeísmo más categórico, el que veía a España como problema y Europa como solución. El patriotismo del dolor de Ortega equivalía a la necesidad de señalar el atraso de España para así poder percibir el contraste que presentaba con la modernidad europea, cuya racionalidad científica, lejos de constituir la amenaza que en ella veía Unamuno, habría de erigirse en única posibilidad de salvación del país. Sin embargo, el pensamiento de Ortega es algo más complejo que la reivindicación costista de la salvación a través de la europeización; en efecto, Ortega consideraba urgente la regeneración de España e identificaba este proceso con el de europeización. Pero había en el filósofo un proyecto más amplio, tendente no sólo a europeizar España sino también a españolizar Europa: era la integración de ambas realidades lo que perseguía. Se complementaba esto con su análisis, en La rebelión de las masas y en la Meditación sobre Europa, de la posibilidad y la necesidad de una unificación europea como forma de vertebrar el continente en torno a la idea liberal, frente a los totalitarismos de entreguerras. Ortega aparece así en buena medida como un crisol en el que se recoge no sólo la herencia de Costa, sino también –consciente o inconscientemente– la de Ganivet y la de su gran adversario, Unamuno. Al mismo tiempo, anuncia una preocupación por la integración de Europa que en el mundo surgido de la Paz de Versalles empezaba a aflorar tímidamente en el continente en la forma aún primitiva del paneuropeísmo y en un ambiente de entendimiento personificado en Aristide Briand y Gustav Streseman. Este tiempo de paz, no obstante, era aún frágil y habría de quebrarse con la Segunda Guerra Mundial y los hechos que la precedieron.
De estos proyectos participaría en cierta medida la Segunda República, en la que pudo haber cristalizado definitivamente lo que ha venido en conocerse como una nueva Edad de Plata de la cultura española, que en las primeras décadas del siglo y pese al desastre –o quizá precisamente por el revulsivo que este supuso– resultaba prometedora. En efecto, la República contó inicialmente en su haber con la participación activa de un buen número de intelectuales, entre los que se contaba el propio Ortega, cofundador con Pérez de Ayala y el Doctor Marañón de la Agrupación al Servicio de la República. Este reflejo de una voluntad de modernización en lo científico y en lo intelectual tendría sus paralelos en la intensa actividad desarrollada en materia de política exterior, dada la firme intención de Azaña de superar el retraimiento de España con respecto a la realidad europea y mundial. La República llevó a cabo una actividad sin precedentes que buscaba fomentar la cooperación entre las democracias europeas y el mantenimiento de la paz en el continente. Asimismo, fue protagonista de una actividad diplomática importante en la Sociedad de Naciones, en la que la gran figura española sería Salvador de Madariaga, más tarde personaje clave del europeísmo español en el exilio.
No obstante, buena parte de la célebre intelectualidad republicana sufriría un paulatino desengaño respecto a las posibilidades de futuro que ofrecía el régimen a medida que la evolución de este se llenaba de grietas y fracturas, y el estallido de la Guerra Civil pondría fin definitivamente a esta trayectoria prometedora de la cultura española y de lo que podría haber sido en última instancia un acercamiento a Europa, definitivamente frustrado hasta décadas más tarde por tres años de contienda fratricida y por la posterior construcción de un Estado autoritario, encerrado en sí mismo y reivindicador de lo tradicional frente a la amenaza de la modernidad. Se cortaba así, junto con muchas otras, la esperanza de una España más cercana a Europa.

(Más en Julio Crespo MacLennan, José María Beneyto, Pablo Jáuregui o Antonio Moreno Juste, entre otros.)


La abajo firmante

CONTRATO ÚNICO INDEFINIDO

UN CONTRATO PARA EMPLEARLOS A TODOS. Firma por el contrato único contra la dualidad y la precariedad en el mercado de trabajo.


A diferencia de la memoria, que se confirma y refuerza a sí misma,
la Historia incita al desencanto
con el mundo.
(Tony Judt)


Quien dice Historia dice sacrilegio.
(Tzvetan Todorov)


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